Aprovechando que aquí era festivo, una pacífica multitud de gallegos cruzó este lunes la frontera de Portugal para asaltar la Fortaleza de Valença do Minho; pero tan gloriosa invasión no pasará, por fortuna, a los anales de la historia bélica. Bien al contrario, la incursión de los galaicos en su territorio se llevó a cabo con la complicidad de los comerciantes portugueses, sin duda felices por la oportunidad de dar salida a los stocks de toallas, mantelerías y vinos de Oporto acumulados en estos tiempos de crisis.
En justa represalia, los portugueses han adoptado la costumbre de invadir Galicia cada vez que el calendario marca las fechas del 25 de abril o el 10 de junio, días feriados en los que nuestros vecinos y amigos conmemoran ya sea la libertad, ya la independencia de su país.
A esos incruentos combates hay que añadir aún las invasiones semanales que los gallegos lanzan exitosamente cada miércoles sobre la feria de Valença y las que, en retribución, nos llegan desde Portugal todos los sábados al templo comercial del Corte Inglés. Por no hablar ya, claro está, del habitual intercambio de tropas turísticas que cada verano se produce entre la playa de Samil y las del norte lusitano.
De una u otra manera, lo cierto es que gallegos y portugueses no paramos de invadirnos los unos a los otros bajo cualquier pretexto. No hay en ello espíritu alguno de conquista, naturalmente; sino de mera amistad basada en la atracción que el lacón con grelos, el arroz de marisco, la langosta de A Guarda y el bacallau ao forno ejercen entre los dos pueblos enzarzados en esta contienda gastronómica.
Curiosamente, esos días de ahí atrás fueron desvelados ciertos documentos secretos según los cuales el último Gobierno de Franco llegó a planear la invasión -bélica, en este caso- de Portugal. Con Franco medio agonizante, el entonces presidente Carlos Arias Navarro habría querido frenar la Revolución de los Claveles mediante una declaración de guerra a los portugueses para la que pidió el apoyo de los Estados Unidos. El muy abusón quería asegurarse, al parecer, el éxito en la batalla por si nuestros vecinos y amigos opusieran más resistencia de la prevista.
Todo esto suena a broma, desde luego; pero ahora hemos sabido además por las investigaciones del escritor Xosé Ramón Pena que también un grupo fascista portugués llegó a proponerle al dictador Oliveira Salazar la más modesta anexión de Galicia a la República colindante por la vía de las armas. Chiflados no faltan, como se ve, a uno y otro lado del Miño.
Felizmente, esas anécdotas hasta ahora desconocidas no alcanzan ni de lejos a empañar la vieja amistad que desde hace siglos mantienen gallegos y portugueses. Y ya no se trata, por lo demás, de la oxidada hermandad ibérica promovida por el franquismo ni de la ineficaz política de juegos florales que la acompañaba.
Fieles a la consigna: "Amiguiños sí, pero a vaquiña polo que vale", los negociantes de las dos orillas del Miño han logrado consolidar en muy pocos años una eurorregión pionera dentro de la UE por la que circulan diariamente con toda naturalidad personas y mercancías. Un espacio económico que facilita el flujo de los intercambios comerciales con la suficiente intensidad como para que -tal vez algo exageradamente- pueda ser bautizado ya con el nombre de Portugalicia (o Portugaliza).
Nada parece más lógico. Basta echar un somero vistazo al mapa de la Península y a las rayas un tanto artificiales que la política ha pintado en él para comprobar que Galicia y Portugal ocupan geográficamente toda la franja occidental de Iberia.
A nadie debiera extrañar, por tanto, que ciertas nostalgias de familia separada lleven a gallegos y portugueses a invadirse mutuamente cada semana o en ocasiones especiales como la del pasado lunes. Son estas dulces batallas de sábanas, vino y mantelería las únicas que valen la pena.
Anxel Vence, in Faro de Vigo
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