El tono rojizo de su plumaje parece brillar bajo los rayos del sol. Es un individuo solitario. En este caso, un macho. Un precioso macho de piquituerto común (Loxia curvirostra). Desde lo más alto de un pino silvestre domina su mundo, una superficie boscosa bastante antropizada. Sorprendido por el descubrimiento, apenas tengo tiempo de observarlo unos segundos con los prismáticos antes de ver como desaparece de nuevo entre las sombras.
Enfadado conmigo mismo por no haber sacado la cámara a tiempo, maldije en voz baja. Habría sido una buena foto, pensé, todavía disgustado por lo ocurrido. Resignado, creyendo haber perdido la primera y la única oportunidad que tendría de fotografiarlo, me dispuse a iniciar una larga tarde de pajareo apostado en aquel lugar...
Estoy en el Parque Natural Monte Aloia. Un espacio tan desconocido como poco valorado. Quizá lo segundo sea consecuencia directa de lo primero...
Invitado por César a probar suerte con el cruzabicos, al que había visto y fotografiado el día anterior, no pude negarme a aceptar. A las cinco en punto de la tarde, me presenté en el centro de visitantes, donde este me recibió de manera cordial. Él fue quien me guió hasta las aves. Sin las precisas indicaciones que me dio, jamás hubiera dado con ellas.
Manuel, Natalia y el propio César ponen todo su empeño en dar a conocer las bondades de este monte con tanta historia y prehistoria. Grandes profesionales y mejores personas, además de buenos amigos, forman parte del equipo de monitores especializados en educación ambiental de Babadiva. Con ellos viví una jornada inolvidable.
Pasan los minutos... El calor inicial va dejando paso a un frío insoportable. Me había dejado la chaqueta en el coche, aparcado a varios metros de distancia. Pero no quería perderme nada, así que tuve que aguantar como pude.
Entretanto, trataba de agudizar los sentidos al máximo para poder interpretar todo lo que estaba viendo y escuchando: la librea inconfundible de una abubilla que pasó volando por encima de mi; la voz áspera y estridente del gaio de bosque, el arrendajo, amplificada por la cobertura forestal; las idas y venidas de un pequeño petirrojo en busca de alimento; los agudos silbidos de un grupo de carboneros garrapinos; el canto repetitivo y chirriante del reyezuelo listado, perfectamente reconocible; el sobrecogedor "maullido" del busardo ratonero, verdadero paradigma de lo salvaje...
La paz era total y absoluta. Sin embargo estaba empezando a impacientarme. Había llegado hasta aquí con la esperanza de ver alguna especie nueva. Alguna especie que no figurara todavía en mi lista personal. Y el fugaz encuentro con aquel macho de 'piqui' me dejó un sabor agridulce. ¡Quería más!
De pronto, un golpe seco a mis espaldas me hizo dirigir la mirada hacia la arboleda que tenía justo detrás. Era una bandada de herrerillos capuchinos, uno de los paseriformes más bonitos de toda la ornitofauna ibérica. Fácil de identificar gracias a la característica cresta de plumas blancas y negras que adorna su cabeza.
Disfruté un buen rato de sus andanzas por las ramas. Ensimismado en su contemplación, no reparé en algo que calló desde lo alto de uno de los árboles, produciendo un sonido idéntico al que había oído momentos antes. Si supiera que el responsable de aquellos topetazos era el pájaro que estaba buscando, el piquituerto, no hubiera mostrado la misma indiferencia.
No tardaron en aparecer ante la lente de mis binoculares. Otra vez un único individuo. Otra vez un macho. Otra vez posado en la copa de un Pinus sylvestris. Poco después ya eran dos. Temblando de frío y de emoción, logré captar imágenes increíbles.
Pude comprobar que la destreza de su pico es perfectamente comparable a la de loros y cotorras. Merced a su peculiar disposición en forma de tijera, consigue extraer fácilmente los piñones que constituyen la base de su alimentación. En ocasiones arranca directamente la piña y la lanza contra el suelo, favoreciendo de este modo la dispersión de las semillas.
Comuniqué entusiasmado el hallazgo a César ―que estaba trabajando más abajo―, y este avisó a Manu, que subió lo más rápido posible para no perderse el espectáculo. Cuando llegó aún quedaba algún ejemplar, entre ellos una hembra, de colores mucho más discretos y apagados. Pero la luz ya no invitaba a continuar.
Nos saludamos y juntos comentamos lo sucedido. Intercambiamos impresiones y pasamos un buen rato charlando animadamente. Antes de despedirnos, Manu se tomó la molestia de recoger para mi una pequeña piña con varios cortes en sus escamas. Marcas producidas, sin duda ninguna, por el pico fuerte y robusto de nuestro protagonista. Quise llevármela de recuerdo.
Por fin me fui, eso si, con la promesa de volver muy pronto. Y con la sensación de que este monte olvidado me dará muchas alegrías. Esto es sólo el principio.
In elnaturalistacojo
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