SILABARIO, restaurante con vistas en la villa pontevedresa donde Alberto González profundiza en la cocina gallega
Ni siquiera una vez dentro del hotel en el que se aloja es fácil imaginar la espectacular panorámica que se contempla desde sus mesas. En la cocina oficia Alberto González, joven gallego adscrito al Grupo Nove, discípulo y amigo de Pepe Solla (restaurante Casa Solla). Un gran escenario, consolidado tras cuatro años de trayectoria, en el que no se escatiman manteles de hilo, copas Schott, cubertería de firma y hasta unas sillas ergonómicas de confortabilidad discutible. Lugar en el que se sirven menús y platos contemporáneos a precios contenidos. En otro local, en los bajos del hotel, también propiedad de la familia, se halla La Pizarra del Silabario, taberna del propio restaurante, donde se catan vinos, se despachan pinchos y se sirven menús del día a 12,50 euros.
Es una lástima que, igual que sucede en otros restaurantes a la última, la degustación de aceites vírgenes extra, que incluye uno gallego, se ofrezca en cuencos anónimos y no en sus botellas de marca.
El menú comienza con un surtido de bocaditos. Es correcta la empanada de pollo y está muy logrado el tartar de bonito con encurtidos sobre pan crujiente de ajo y emulsión de tomate. No menos conseguido que el fantástico lomo de sardina asada sobre torrija de pan de maíz con pimientos de Padrón, un culto a los productos de temporada. Sigue después un bocado difícil. Fuera de fechas, un taco de lamprea marinada en su propia sangre e intensamente ahumada. Una forma de conservación de este pescado grasiento. Sabe a turba, a té Pu-Erh, a tierra y a whisky Lagavulin. Gusto que no atenúan las judías blancas y el jugo de pimientos asados con que se acompaña. Pura arqueología gastronómica.
Con las mollejas de ternera a la brasa al sabayon de mostaza se retorna a sabores convencionales. Es una pena que los guisantes de guarnición no estén a la altura esperable. Resultan muy finos los lomos de jurel marinados en albariño sobre fondo de salmorejo, y es espléndido el mero negro (cherne). Como colofón del menú, un chuletón de vaca vieja pardo frisona con siete años, asado en parrilla con madera de encina, que González trocea a la vista. Carne agradable a la que le falta carácter e intensidad sápida. Con los postres, sensaciones alternantes. Discreto el canelón de melón y queso ahumado, y muy goloso el bizcocho (bica sticky toffee) con crema de azafrán y sorbete de mango.
in El Pais - El Viajero
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